13.1.08

Libróvoro

Pero se acabó.
Aquella gracia que llevabas bajo los brazos,
la dejaste en la mesita olvidada,
como si los dos hubiéramos acordado
deshacernos de algo ese día.

No es necesario decir
que junto a ti dejé entre los estantes
ese libro que no quise leer mucho,
pero que hojeé a cada minuto.

No es que no me interesara,
pero ciertamente su olor a flora cadavérica,
su color de hoja otoñal y su textura de piel anciana,
era excitante, quizá más que las primeras palabras
que en el primer préstamo leí.

No decían mucho, pero su conjunto,
su peso sobre el papel, su tipografía anticuada,
eran como un soplo sobre la última vela
el viernes a las once de la noche.

Sin duda la edición de bolsillo
con un grosor tan espeso, antipático
no entraba, efectivamente, en mi bolsillo.

No llevar el espécimen completo hubiera sido
como un diamante en mano de un pobre.

Sin embargo la tapa se mantuvo, siempre, quieta.

No podría arrepentirme, pero aquella gracia se acabó.
La tapa era la mejor parte. Dura, vieja, bella.
Lo era.

El libro quiso hablar, pero nadie escucha a las letras.
El libro quiso leerse, pero nadie quiere escuchar un libro.

Quizá nunca lo hubiera cogido
en la biblioteca gigantesca
si su lomo rojo entre los marrones infinitos
no me hubiera besado los ojos.

Ojalá fuera el azar más generoso
y alineara un lomo feo
con unas vísceras hermosas
en una carnicería pauperrima.

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