8.8.08

Olimpiadas

Amanecí con todas las ganas de tomarme un vaso
del tamaño de un estadio
relleno con las cabezas de cada uno
de los que gritaban hace media hora.

El desayuno me aguarda vacío
y prefiero esperar almorzar
para que se me pase el amargo de la sangre.

Se que no sucederá,
que no aparecerá la sensación de los pómulos hinchados,
de los ojos que no se abren
de la piel más suave durante el día
y de las paredes azules.

Y durante la noche todos estarán con una cruz en la frente
con los ojos marchitos y la cara opaca.
Ellos no lo sabrán.
Ellos beberán y mañana tomaran dos pastillas.
Yo necesitare mil.

Al otro lado del mundo un turbante apreta un botón
y me sirve mi desayuno.
Es el estruendo enorme,
pero ya tengo mis cabezas
y mis pastillas.

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